sábado, 9 de agosto de 2008

Las hojas culpables

Por: William Ospina

LOS NATURALISTAS DE LA EXPEDICIÓN Botánica vieron que un águila picada por una serpiente buscaba ciertas hojas y las comía: allí estaba el antídoto.
Hay quienes dividen la flora en plantas buenas y malezas, pero llaman maleza simplemente a lo que no les produce beneficio inmediato. Bien podría ocurrir que un día esa maleza resulte ser, en manos de la ciencia, de un beneficio extraordinario. “Nada es veneno, todo es veneno, la diferencia está en la dosis”, decía Paracelso. Y otro personaje del Renacimiento, fray Lorenzo, el sacerdote soñado por Shakespeare que casó y separó a Romeo y Julieta, decía que en una pequeña planta están concentradas las virtudes curativas y las destructivas, que no hay cosa en la que no convivan lo benéfico y lo dañino.
Siempre me inquietó que hubiera gente que pudiera acusar del mal a unas plantas, pero es que a menudo queremos contaminar al mundo natural con nuestros discutibles valores morales. ¿Cómo puede haber plantas buenas y plantas malignas? Es difícil pensar en una sustancia más dañina para el ser humano que la heroína, que se extrae de la amapola: por un instante de éxtasis, horas de angustia; por un deleite momentáneo, una caída infernal.
Pero ¿es la amapola una planta maligna? Si de ella se extraen también la morfina, que alivia terribles dolores; la anestesia, que tantas vidas salva, la amapola es sin lugar a dudas un regalo divino. Nada es sólo remedio, nada es sólo veneno; toda planta es un regalo divino y siempre puede haber un uso generoso y un uso dañino de sus infinitas propiedades.
Es justo preguntarse cómo podría una planta inocente ser la pesadilla de un mundo, y es necesario tener en cuenta todo lo que se precisa para que una planta se convierta en droga, para que la droga se convierta en negocio criminal y para que ese negocio acabe bañando de sangre a las naciones.
La hoja de coca es un cultivo sagrado y milenario de los indígenas americanos. Macerada en el Caribe con polvo de conchas marinas y en la región amazónica con ceniza de yarumo, ayuda al cuerpo a sobrellevar largas jornadas y estimula el pensamiento. Obra efectos mágicos como el café y como el vino, sustancias que han inspirado a la civilización y que hoy nadie pensaría en prohibir.
La era industrial permitió derivar de esas hojas una sustancia más peligrosa: la cocaína. Tampoco podemos decir que ésta sea una sustancia malvada, como no lo son la xilocaína o la penicilina: simplemente que puede ser dañino su uso. La cultura tiene que ser capaz de advertir los peligros que entraña el consumo de ciertas sustancias, de ayudar a aquellos que son víctimas de la adicción, de educarnos para enfrentar la complejidad de estos temas, de explicarnos por qué en nuestra época grandes sectores de la población han terminado adictos a las drogas. Así tal vez entenderíamos que el paso definitivo para la creación del vasto sistema de dependencia que hoy tenemos está más bien en la prohibición.
Es mucho más difícil comprar drogas controladas en una farmacia que conseguir droga prohibida en las calles. La prohibición nace de la torpeza de unos políticos que no entienden la complejidad de los fenómenos y creen que todo se resuelve con cárceles y policías. Un asunto de salud pública, de derechos individuales, de la libertad de todo ser humano, se convierte en un asunto de represión. La prohibición cierra los caminos legales a quienes prueban esas sustancias o padecen su adicción, y abandona la producción, la distribución y el consumo, que existirán mientras existan los seres humanos, al orden de la clandestinidad y del crimen. De allí a la formación de mafias que se encarguen de eternizar y magnificar el negocio no hay más que un paso.
Sigmund Freud dejó dicho que todo prohibidor es un tentador. Cuando el alcohol fue prohibido en los Estados Unidos, proliferaron enseguida mafias gigantescas que pusieron en vilo a las instituciones. De un cultivo tradicional, respetable y sagrado, pasamos a un proceso industrial y comercial basado en el lucro. La torpeza del poder, por incapacidad de entender los fenómenos en su complejidad, ha creído resolver el problema por la vía suicida de la prohibición.
La humanidad, que siempre necesitó creer en lo invisible y siempre recurrió al poder de la alucinación, tuvo desde tiempos antiguos dos grandes proveedores de fe en lo invisible y de alucinaciones colectivas: la religión y el arte. Ninguna droga sería capaz de darnos lo que nos dan el trance místico, o la contemplación de El jardín de las delicias de El Bosco o del Guernica de Picasso. Y la cultura debería enseñarnos eso, en vez de prohibir, prohibir y prohibir. Probablemente muchas mitologías se inspiraran en el uso de sustancias poderosas y sagradas.
Las religiones de la India no le deben poco de su orden simbólico y de su arte de ramificaciones infinitas al poder de la amapola; y el propio Cristianismo ha sido considerado por los estudiosos como una de las religiones del vino. Hölderlin cantó en sus poemas que Cristo es un luminoso hermano de Dionisos.
Cuando la civilización deja en manos de la mera represión un tema tan delicado, tan complejo y tan rico en enseñanzas, como el tema de la droga, todo se reduce a un sórdido asunto de policía. Y hasta terminan haciéndonos creer que las culpables son las plantas, que la solución al vasto problema es fumigar los cultivos y envenenar de paso a las infinitas criaturas que pueblan un ecosistema, incluidos los seres humanos.
Pero las hojas solas no hacen nada: se necesitan miles de hectáreas para que el negocio sea rentable, se necesita mucho dinero para que la producción sea posible, se necesitan muchas sustancias químicas para que el proceso sea completo y se necesita mucho poder económico y político para que esa cocaína producida en laboratorios clandestinos y remotos pueda llegar a sus incontables consumidores.
La estrategia es cada vez más ineficaz, la lucha contra la droga, como la conocemos hace décadas, es un clamoroso fracaso, pero no para los traficantes, ni para el sistema financiero que termina absorbiendo todas esas descomunales fortunas. A lo mejor los grandes traficantes se susurran con ironía, mientras cuentan sus ganancias: “Que no vuelvan nunca la droga una sustancia controlada, que sigan creyendo que el problema se resuelve fumigando la hoja”.

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Habitantes de la calle.